sábado, 26 de julio de 2008

la casa

Algunas mañanas eran más fáciles que otras, despertarse y preparar el desayuno. Pero había un paso intermedio entre estos dos pasos que parecían tan subsiguientes, tan continuos uno de otro, todo empezaba antes de atravesar la puerta que conducía al pasillo. Incluso antes de salir de la habitación: el sonido de los pasos, el abrir y cerrar de las puertas, las voces, los pequeños ruidos que a otros hubieran parecido imperceptibles. Cada mínimo detalle, una puerta semi abierta, un cigarrillo terminado o a medio terminar, una cerveza en la mesa del living, una botella de agua, una ropa tendida. Todas pequeñas pistas cotidianas de presencias o ausencias de encuentros o de tranquilidades. Incluso había un mundo interno que era el acomodamiento de la comida en la heladera, en las alacenas, el orden de los elementos de limpieza en el baño. Ni hablar de una luz encendida o apagada.
El mapa de la experiencia cotidiana se dibujaba sobre un conjunto de pequeños movimientos, aquellos acontecimientos imperceptibles para las miradas más agudas, eso que sucedía mientras nadie estaba allí mirando, la gota que caía de una canilla mal cerrada horas después de haber sido usada, fotos por el piso, tiradas por el viento lluvioso del verano. Todo eso marcaba un recorrido, una ruta de pasos posibles o de silencios, que configuraban el despertar o el llegar en la hora del día que fuese.
Si, vivir era complejo. Casi que los momentos de felicidad eran tan felices como proporcionalmente duros los momentos de tristeza. Una vida de ciclotimia cotidiana, de la oscuridad a la luz mediaban unos minutos, unas palabras, que construían un dialogo maravilloso, o en su defecto unas palabras que se hundían en las barracas del aburrimiento diario. Una imagen feliz, algo leído, una idea que atravesaba veloz casi ininteligible. Un mensaje que llegaba, de aquellos que indicaban un canal de amistad posible, un universo de otras realidades; o uno de los fatídicos e indeseables que hacían ruidos y eran simplemente una propaganda más que intentaba envolvernos en los vericuetos del encerrado mundo de consumo que quedaba allá afuera. Un color del atardecer, una música. Todo esto afectaba tan intrínsecamente cualquiera de los estados posibles, que el ir y venir, entre el amarillo y el azul, o en cualquiera de otros opuestos se hacía inexorable. Y así estábamos.
De la pena a la alegría, del zen al boicot más absoluto, del creernos maravillados por este mundo a sentirlo realmente un sitio poco habitable. Como la casa tomada del relato pero ya no por seres extraños y desconocidos, o lo que ellos encarnaran. Sino por la casa misma en un sinfín de posibilidades anímicas. Del amor al odio, de la claridad a la desidia, de la paz a tremendos arrebatos internos, de la música al silencio. Si, así estábamos, corrompidos por el calor de un verano que había llegado repentino pero atrasado, pisándole los pasos a una primavera tomentosa que se negaba abandonar la ciudad. El clima invadía la casa y nos invadía, resignificándolo todo.
Varios pisos separaban nuestro pequeño mundo de todo lo demás, el esfuerzo físico, la cuasi imposibilidad de la comunicación y la carencia premeditada de ciertos medios nos volvían más lejanos. Atravesar la puerta implicaba un aquí y ahora alejado del presente continuo de la realidad. Allí abajo como punto neurálgico de la ciudad, ejercitos de promotores nos regalaban, nos ofrecían, nos vendían infinidad de inimaginables bienes y servicios. La velocidad citadina era un quiebre constante de la velocidad de la casa. El cansancio producido por la escalinata ya era un puente, un viaje transformador que implicaba un llegar distinto, exhausto y casi dematerializado. El sacrificio que demandaba el arribo repercutía sobre la sensación primera de la llegada, e incluso sobre esta forma posterior en la que la habitábamos, porque si era difícil haber llegado no era tan fácil irse. Casi como en lo alto de un castillo que daba directo al pulmón de la manzana, respirador de vidas ajenas en vez de verde arboleda. Pequeñas lucecitas de colores íntimos, que se iban prendiendo despacio al compás de las estrellas, reflejos de televisiones prendidas hasta altas horas de la noche, sueños incómodos en sillones, controles remotamente esparcidos en los pisos. Ropas tendidas predispuestas al inacabable ciclo de secarse y volver a mojarse de lluvia inesperada y así.
El pulmón tenía sus propios habiatantes, jerarcas de la nocturnidad, moradores incansables de las terrazas. Los dueños de la casa que allí se levantaba, enigma de años, centro de sus operaciones. Traficantes de sustancias irreconocibles, dialogaban y se perseguían en su propio lenguaje gatuno. Había clanes, jefes, status, todo aconteciendo en el corazón de la manzana modernista.
Los ruidos de sirenas eran frecuentes, las avenidas quedaban cerca, pero también era posible que oyeramos el silencio. Incluso desde la montaña a veces nos bajaba música traída por los azares del viento.
A veces no nos dábamos cuenta si entrabamos por la puerta de nuestra casa o con el cansancio y el apuro nos confundíamos por unos pocos centímetros y sin saberlo estábamos en la sala de cine. A veces cuando empezabámos a actuar distinto y algunos de nosotros corrían por la casa como espadachines imaginarios gritando palabras en mandarín, o cuando se sentía un clima de fragor de la sensación amorosa, ahí nos percatábamos que las puertas a veces eran un tanto confusas. La vida en la casa estaba embebida de las emanaciones cinematográficas.
Andábamos sumergidos en la atmósfera que se creaba, en el universo propio de refracciones creadas por los enigmáticos cuadrados mágicos que sostenían los muros, por palabras ya dichas en las paredes, por métodos, formulas de paso. Allí entre nosotros los hermanos, aquel que vino antes que el primero y ella, el viento de desérticas geografías. Ellos a veces nos compartían su mundo, y otras vivían en el suyo propio, paralelo al nuestro, habitando su versión de la casa. Buscando sus propias huellas o aquellos seres para nosotros imperceptibles, que iban y venían, pero nos dejaban ser y no invadían como los del relato.
Y así estábamos sustraídos y compenetrados, casi a merced del tiempo, la intensidad y el ritmo que la casa nos iba proveyendo.

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