Tuve un marco vacío en Buenos Aires, costó encontrarlo. Esperaba tranquilo entre un desorden de artefactos inertes pero caminantes históricos en un mercado de antigüedades de San Telmo. Desconocía su paradero originario, la obra albergada por él que habría acompañado sus pasos, o incluso si habría sido huérfano, construido para encontrarla sin resultados.
Colgué el marco en la pared, blanca pero no lisa, rugosa, había sido pintada sobre sus ladrillos aún patentes. Ahí la imagen, un marco enmarcando una pared blanca, esperando su obra, esperando una imagen, esperando un mensaje. Desconozco su actual situación, si seguirá esperando paciente o habrá sido descolgado y envuelto en papel de diario, en una espera oculta, enmarcando vacíos en un bajo escalera.
Andando en bici por Barcelona, en una de esas callecitas casi imposibles del Gótico, esas intransitables en las que caben con suerte dos personas caminando juntas; ahí, al lado de un restaurante medio de mala muerte, me estaba esperando, otro y el mismo, para correr veloz a coronar mi cabecera. Esta vez enmarca una pared que ya no es blanca, casi de un color irreproducible en palabras, ver para creer, será morado? Fucsia(?) tal vez? Que llena mis días y despertares de color, en mi pequeño mundo íntimo de la habitación. Sigue buscando, esperando algo.
Y en un momento llega a través de otros contextos, toda la importancia del marco. El marco como ombligo, como recorte, lugar de las artes, perspectiva. Un plano de composición contrario al desmarcaje de acuerdo con unas lineas de fuga que pasan por el territorio para abrirlo al universo. A la vez que encierra, libera porque trasciende, como un espacio finito que se desenvuelve hacia el infinito. Es recorte de una totalidad más que de una realidad.
El marco está vacío, allí no hay espejos, tampoco hay una forma, ni da directamente a la pared. El marco es como una ventana, que va a un mundo desconocido. El marco esperando silencioso ir al encuentro de su imagen. Una espera, una búsqueda, una pregunta.
miércoles, 30 de julio de 2008
una huella
sábado, 26 de julio de 2008
la casa
Algunas mañanas eran más fáciles que otras, despertarse y preparar el desayuno. Pero había un paso intermedio entre estos dos pasos que parecían tan subsiguientes, tan continuos uno de otro, todo empezaba antes de atravesar la puerta que conducía al pasillo. Incluso antes de salir de la habitación: el sonido de los pasos, el abrir y cerrar de las puertas, las voces, los pequeños ruidos que a otros hubieran parecido imperceptibles. Cada mínimo detalle, una puerta semi abierta, un cigarrillo terminado o a medio terminar, una cerveza en la mesa del living, una botella de agua, una ropa tendida. Todas pequeñas pistas cotidianas de presencias o ausencias de encuentros o de tranquilidades. Incluso había un mundo interno que era el acomodamiento de la comida en la heladera, en las alacenas, el orden de los elementos de limpieza en el baño. Ni hablar de una luz encendida o apagada.
El mapa de la experiencia cotidiana se dibujaba sobre un conjunto de pequeños movimientos, aquellos acontecimientos imperceptibles para las miradas más agudas, eso que sucedía mientras nadie estaba allí mirando, la gota que caía de una canilla mal cerrada horas después de haber sido usada, fotos por el piso, tiradas por el viento lluvioso del verano. Todo eso marcaba un recorrido, una ruta de pasos posibles o de silencios, que configuraban el despertar o el llegar en la hora del día que fuese.
Si, vivir era complejo. Casi que los momentos de felicidad eran tan felices como proporcionalmente duros los momentos de tristeza. Una vida de ciclotimia cotidiana, de la oscuridad a la luz mediaban unos minutos, unas palabras, que construían un dialogo maravilloso, o en su defecto unas palabras que se hundían en las barracas del aburrimiento diario. Una imagen feliz, algo leído, una idea que atravesaba veloz casi ininteligible. Un mensaje que llegaba, de aquellos que indicaban un canal de amistad posible, un universo de otras realidades; o uno de los fatídicos e indeseables que hacían ruidos y eran simplemente una propaganda más que intentaba envolvernos en los vericuetos del encerrado mundo de consumo que quedaba allá afuera. Un color del atardecer, una música. Todo esto afectaba tan intrínsecamente cualquiera de los estados posibles, que el ir y venir, entre el amarillo y el azul, o en cualquiera de otros opuestos se hacía inexorable. Y así estábamos.
De la pena a la alegría, del zen al boicot más absoluto, del creernos maravillados por este mundo a sentirlo realmente un sitio poco habitable. Como la casa tomada del relato pero ya no por seres extraños y desconocidos, o lo que ellos encarnaran. Sino por la casa misma en un sinfín de posibilidades anímicas. Del amor al odio, de la claridad a la desidia, de la paz a tremendos arrebatos internos, de la música al silencio. Si, así estábamos, corrompidos por el calor de un verano que había llegado repentino pero atrasado, pisándole los pasos a una primavera tomentosa que se negaba abandonar la ciudad. El clima invadía la casa y nos invadía, resignificándolo todo.
Varios pisos separaban nuestro pequeño mundo de todo lo demás, el esfuerzo físico, la cuasi imposibilidad de la comunicación y la carencia premeditada de ciertos medios nos volvían más lejanos. Atravesar la puerta implicaba un aquí y ahora alejado del presente continuo de la realidad. Allí abajo como punto neurálgico de la ciudad, ejercitos de promotores nos regalaban, nos ofrecían, nos vendían infinidad de inimaginables bienes y servicios. La velocidad citadina era un quiebre constante de la velocidad de la casa. El cansancio producido por la escalinata ya era un puente, un viaje transformador que implicaba un llegar distinto, exhausto y casi dematerializado. El sacrificio que demandaba el arribo repercutía sobre la sensación primera de la llegada, e incluso sobre esta forma posterior en la que la habitábamos, porque si era difícil haber llegado no era tan fácil irse. Casi como en lo alto de un castillo que daba directo al pulmón de la manzana, respirador de vidas ajenas en vez de verde arboleda. Pequeñas lucecitas de colores íntimos, que se iban prendiendo despacio al compás de las estrellas, reflejos de televisiones prendidas hasta altas horas de la noche, sueños incómodos en sillones, controles remotamente esparcidos en los pisos. Ropas tendidas predispuestas al inacabable ciclo de secarse y volver a mojarse de lluvia inesperada y así.
El pulmón tenía sus propios habiatantes, jerarcas de la nocturnidad, moradores incansables de las terrazas. Los dueños de la casa que allí se levantaba, enigma de años, centro de sus operaciones. Traficantes de sustancias irreconocibles, dialogaban y se perseguían en su propio lenguaje gatuno. Había clanes, jefes, status, todo aconteciendo en el corazón de la manzana modernista.
Los ruidos de sirenas eran frecuentes, las avenidas quedaban cerca, pero también era posible que oyeramos el silencio. Incluso desde la montaña a veces nos bajaba música traída por los azares del viento.
A veces no nos dábamos cuenta si entrabamos por la puerta de nuestra casa o con el cansancio y el apuro nos confundíamos por unos pocos centímetros y sin saberlo estábamos en la sala de cine. A veces cuando empezabámos a actuar distinto y algunos de nosotros corrían por la casa como espadachines imaginarios gritando palabras en mandarín, o cuando se sentía un clima de fragor de la sensación amorosa, ahí nos percatábamos que las puertas a veces eran un tanto confusas. La vida en la casa estaba embebida de las emanaciones cinematográficas.
Andábamos sumergidos en la atmósfera que se creaba, en el universo propio de refracciones creadas por los enigmáticos cuadrados mágicos que sostenían los muros, por palabras ya dichas en las paredes, por métodos, formulas de paso. Allí entre nosotros los hermanos, aquel que vino antes que el primero y ella, el viento de desérticas geografías. Ellos a veces nos compartían su mundo, y otras vivían en el suyo propio, paralelo al nuestro, habitando su versión de la casa. Buscando sus propias huellas o aquellos seres para nosotros imperceptibles, que iban y venían, pero nos dejaban ser y no invadían como los del relato.
Y así estábamos sustraídos y compenetrados, casi a merced del tiempo, la intensidad y el ritmo que la casa nos iba proveyendo.
El mapa de la experiencia cotidiana se dibujaba sobre un conjunto de pequeños movimientos, aquellos acontecimientos imperceptibles para las miradas más agudas, eso que sucedía mientras nadie estaba allí mirando, la gota que caía de una canilla mal cerrada horas después de haber sido usada, fotos por el piso, tiradas por el viento lluvioso del verano. Todo eso marcaba un recorrido, una ruta de pasos posibles o de silencios, que configuraban el despertar o el llegar en la hora del día que fuese.
Si, vivir era complejo. Casi que los momentos de felicidad eran tan felices como proporcionalmente duros los momentos de tristeza. Una vida de ciclotimia cotidiana, de la oscuridad a la luz mediaban unos minutos, unas palabras, que construían un dialogo maravilloso, o en su defecto unas palabras que se hundían en las barracas del aburrimiento diario. Una imagen feliz, algo leído, una idea que atravesaba veloz casi ininteligible. Un mensaje que llegaba, de aquellos que indicaban un canal de amistad posible, un universo de otras realidades; o uno de los fatídicos e indeseables que hacían ruidos y eran simplemente una propaganda más que intentaba envolvernos en los vericuetos del encerrado mundo de consumo que quedaba allá afuera. Un color del atardecer, una música. Todo esto afectaba tan intrínsecamente cualquiera de los estados posibles, que el ir y venir, entre el amarillo y el azul, o en cualquiera de otros opuestos se hacía inexorable. Y así estábamos.
De la pena a la alegría, del zen al boicot más absoluto, del creernos maravillados por este mundo a sentirlo realmente un sitio poco habitable. Como la casa tomada del relato pero ya no por seres extraños y desconocidos, o lo que ellos encarnaran. Sino por la casa misma en un sinfín de posibilidades anímicas. Del amor al odio, de la claridad a la desidia, de la paz a tremendos arrebatos internos, de la música al silencio. Si, así estábamos, corrompidos por el calor de un verano que había llegado repentino pero atrasado, pisándole los pasos a una primavera tomentosa que se negaba abandonar la ciudad. El clima invadía la casa y nos invadía, resignificándolo todo.
Varios pisos separaban nuestro pequeño mundo de todo lo demás, el esfuerzo físico, la cuasi imposibilidad de la comunicación y la carencia premeditada de ciertos medios nos volvían más lejanos. Atravesar la puerta implicaba un aquí y ahora alejado del presente continuo de la realidad. Allí abajo como punto neurálgico de la ciudad, ejercitos de promotores nos regalaban, nos ofrecían, nos vendían infinidad de inimaginables bienes y servicios. La velocidad citadina era un quiebre constante de la velocidad de la casa. El cansancio producido por la escalinata ya era un puente, un viaje transformador que implicaba un llegar distinto, exhausto y casi dematerializado. El sacrificio que demandaba el arribo repercutía sobre la sensación primera de la llegada, e incluso sobre esta forma posterior en la que la habitábamos, porque si era difícil haber llegado no era tan fácil irse. Casi como en lo alto de un castillo que daba directo al pulmón de la manzana, respirador de vidas ajenas en vez de verde arboleda. Pequeñas lucecitas de colores íntimos, que se iban prendiendo despacio al compás de las estrellas, reflejos de televisiones prendidas hasta altas horas de la noche, sueños incómodos en sillones, controles remotamente esparcidos en los pisos. Ropas tendidas predispuestas al inacabable ciclo de secarse y volver a mojarse de lluvia inesperada y así.
El pulmón tenía sus propios habiatantes, jerarcas de la nocturnidad, moradores incansables de las terrazas. Los dueños de la casa que allí se levantaba, enigma de años, centro de sus operaciones. Traficantes de sustancias irreconocibles, dialogaban y se perseguían en su propio lenguaje gatuno. Había clanes, jefes, status, todo aconteciendo en el corazón de la manzana modernista.
Los ruidos de sirenas eran frecuentes, las avenidas quedaban cerca, pero también era posible que oyeramos el silencio. Incluso desde la montaña a veces nos bajaba música traída por los azares del viento.
A veces no nos dábamos cuenta si entrabamos por la puerta de nuestra casa o con el cansancio y el apuro nos confundíamos por unos pocos centímetros y sin saberlo estábamos en la sala de cine. A veces cuando empezabámos a actuar distinto y algunos de nosotros corrían por la casa como espadachines imaginarios gritando palabras en mandarín, o cuando se sentía un clima de fragor de la sensación amorosa, ahí nos percatábamos que las puertas a veces eran un tanto confusas. La vida en la casa estaba embebida de las emanaciones cinematográficas.
Andábamos sumergidos en la atmósfera que se creaba, en el universo propio de refracciones creadas por los enigmáticos cuadrados mágicos que sostenían los muros, por palabras ya dichas en las paredes, por métodos, formulas de paso. Allí entre nosotros los hermanos, aquel que vino antes que el primero y ella, el viento de desérticas geografías. Ellos a veces nos compartían su mundo, y otras vivían en el suyo propio, paralelo al nuestro, habitando su versión de la casa. Buscando sus propias huellas o aquellos seres para nosotros imperceptibles, que iban y venían, pero nos dejaban ser y no invadían como los del relato.
Y así estábamos sustraídos y compenetrados, casi a merced del tiempo, la intensidad y el ritmo que la casa nos iba proveyendo.
viernes, 25 de julio de 2008
bruja, bruja, bruja, brujita.
Bastante tiempo después de sumergirte en la selva, soñaste con sangre, en los tiempos que corrían empezaste a sentir dolor en tus indisposiciones, una inflamación, las tripas que te estallan. Hace poco te habían contado que había tres razones para sentir dolor, te acordabas de dos de ellas, la tercera no la encontrabas en lo recovecos de tu memoria. De todas maneras podían ser cualquiera de estas dos razones que si recordabas, y esa noche que soñaste con sangre, una noche que te habías ido a dormir temprano después de un día que nunca terminaba, un día sin noche, en el que nunca dormiste. Esa noche, la otra, la siguiente de la que no existió, de la que no te levantaste, esa noche soñaste sangre y junto con la sangre que caía de vos sobre el inodoro allí en el fondo donde hay agua, había tambien un niño, y era muy pequeño y esa pudo ser una de las razones de tu dolor, aquello que no fue. Un dolor.
Tiempo antes de esta noche en la que soñaste con un niño que caía en sangre, no tanto tiempo antes, sentiste que te mareabas, sentiste que tu cuerpo daba muchos signos de dejar ir algo. A veces eso te sonaba natural y hasta cotidiano, esa vez lo sentiste en todo tu cuerpo, estabas nerviosa y también era luna llena. Otra podría haber sido la historia, ahora casi inimaginable, las raices de lo que quizás dentro tenías, estaban en tierras gitanas. Todo esto te sucedía mientras vivias en una ciudad lejana, ahora propia, lo compartias, pero estabas sola. Ahora y una vez antes un domingo, de algún mes, sentiste algo parecido, arrebatos de dolor de tus entrañas. Quizás también era una segunda razón era esa mujer desconocida que eras que se te presentaba y te hacía hacerte cargo de su brujería, de tu propia brujería y sólo podías entenderla envuelta de dolor. Pero empezabas a estar en contacto con otras brujas y eso te hacía bien, intercambios, hermandades y palabras.
Tiempo antes de esta noche en la que soñaste con un niño que caía en sangre, no tanto tiempo antes, sentiste que te mareabas, sentiste que tu cuerpo daba muchos signos de dejar ir algo. A veces eso te sonaba natural y hasta cotidiano, esa vez lo sentiste en todo tu cuerpo, estabas nerviosa y también era luna llena. Otra podría haber sido la historia, ahora casi inimaginable, las raices de lo que quizás dentro tenías, estaban en tierras gitanas. Todo esto te sucedía mientras vivias en una ciudad lejana, ahora propia, lo compartias, pero estabas sola. Ahora y una vez antes un domingo, de algún mes, sentiste algo parecido, arrebatos de dolor de tus entrañas. Quizás también era una segunda razón era esa mujer desconocida que eras que se te presentaba y te hacía hacerte cargo de su brujería, de tu propia brujería y sólo podías entenderla envuelta de dolor. Pero empezabas a estar en contacto con otras brujas y eso te hacía bien, intercambios, hermandades y palabras.
viernes, 18 de julio de 2008
distancia en tiempo
¿Dónde estoy? ¿Cuan lejos? Cuan cerca de mi ciudad? ¿De mi…?
Las formas de la distancia por esta parte del mundo se andan también midiendo en tiempo. ¿A cuánto nos encontramos? Tan lejos y tan cerca. La distancia interna. Esa que no se mide en kilometros y ese tiempo que no se mide en días ni en años.
Unas veces estás cerca como si hubiera un tiempo-espacio compartido con los que están allá, como si cada uno siguiera su línea y donde está la tuya hubiera simplemente un paréntesis, un vacío redirigiendo tu tiempo-espacio a otro mundo. Otras veces parece que esa misma línea se corta y empieza hacer recorridos inesperados en espacios-tiempos en lo que te perdes en la vertiginosidad de un continuo de estaciones desordenadas.
En esos viajes caminas por las calles de tu ciudad natal mientras pedaleas las calles de esta nueva ciudad extraña y propia. Estás en los que están allá, están acá en vos, pero a la vez son nuevos desconocidos. Ese lugar común que excede la no presencia es a la vez atravesado por un tiempo espacio quizás real que los tranforma. Se abre el telón y aparecen unos nuevos personajes en un espacio tiempo otro que pertenecen a esa línea enroscada en la que la distancia hizo sus efectos. Y si volves al lugar de donde partiste serán ellos los que sigan sus lineas espacio-temporales mientras vos ya no pertenecezcas a esta ciudad.
A veces te das la mano con lo que fuiste, después de dejarte llevar por un estado del tiempo, por una distancia retrospectiva en la que te perdonas. A qué distancia quedan los momentos que te acordas exactos cuando hay un olvido de lo reciente, hace cuánto si quedan tan cerca. Dejas de correr por todo aquello que no fuiste, te recostas en el pasto cuando está anocheciendo. Y bajo la luz de una luna plantas nuevas semillas, cortas los brotes que ya murieron. Y esas partes secas las pones en la misma tierra en la que plantas las nuevas semillas. Te dejas llevar por en ese ir y venir, la fijeza y el cambio, en lo simultaneo de vos, en ese preciso instante en donde sos todo eso. Y entonces te abandonas para sumergirte en la oscuridad de tu ser y así acortas tus propias distancias.
¿El pasaje de vuelta es doble para quien fuiste y quien sos? ¿caberan ambas en el asiento del destino? ¿Vale también para esos sitios lejanos en los que hay otros tiempos, formas de tiempo sin fin, muerte, los tiempos sin tiempo? Ese instante eterno, de ser y deshacerse. Quizás lo encuentres cruzando la frontera, abriendo una puerta, cerrando los ojos.
Las formas de la distancia por esta parte del mundo se andan también midiendo en tiempo. ¿A cuánto nos encontramos? Tan lejos y tan cerca. La distancia interna. Esa que no se mide en kilometros y ese tiempo que no se mide en días ni en años.
Unas veces estás cerca como si hubiera un tiempo-espacio compartido con los que están allá, como si cada uno siguiera su línea y donde está la tuya hubiera simplemente un paréntesis, un vacío redirigiendo tu tiempo-espacio a otro mundo. Otras veces parece que esa misma línea se corta y empieza hacer recorridos inesperados en espacios-tiempos en lo que te perdes en la vertiginosidad de un continuo de estaciones desordenadas.
En esos viajes caminas por las calles de tu ciudad natal mientras pedaleas las calles de esta nueva ciudad extraña y propia. Estás en los que están allá, están acá en vos, pero a la vez son nuevos desconocidos. Ese lugar común que excede la no presencia es a la vez atravesado por un tiempo espacio quizás real que los tranforma. Se abre el telón y aparecen unos nuevos personajes en un espacio tiempo otro que pertenecen a esa línea enroscada en la que la distancia hizo sus efectos. Y si volves al lugar de donde partiste serán ellos los que sigan sus lineas espacio-temporales mientras vos ya no pertenecezcas a esta ciudad.
A veces te das la mano con lo que fuiste, después de dejarte llevar por un estado del tiempo, por una distancia retrospectiva en la que te perdonas. A qué distancia quedan los momentos que te acordas exactos cuando hay un olvido de lo reciente, hace cuánto si quedan tan cerca. Dejas de correr por todo aquello que no fuiste, te recostas en el pasto cuando está anocheciendo. Y bajo la luz de una luna plantas nuevas semillas, cortas los brotes que ya murieron. Y esas partes secas las pones en la misma tierra en la que plantas las nuevas semillas. Te dejas llevar por en ese ir y venir, la fijeza y el cambio, en lo simultaneo de vos, en ese preciso instante en donde sos todo eso. Y entonces te abandonas para sumergirte en la oscuridad de tu ser y así acortas tus propias distancias.
¿El pasaje de vuelta es doble para quien fuiste y quien sos? ¿caberan ambas en el asiento del destino? ¿Vale también para esos sitios lejanos en los que hay otros tiempos, formas de tiempo sin fin, muerte, los tiempos sin tiempo? Ese instante eterno, de ser y deshacerse. Quizás lo encuentres cruzando la frontera, abriendo una puerta, cerrando los ojos.
lunes, 14 de julio de 2008
uno.
Todo empieza con una mano, detenidamente miras los canales de tu mano, las líneas que cuentan tu vida, esa que una vez narraron una larga enfermedad acompañada de amor. Esas causes, que marcan líneas paralelas que se ramifican. Trascendes esas líneas y te internas en las más subterraneas y miles, y todas ellas tan propias y a la vez tan desconocidas, son tuyas y no te pertenecen. Y un poco más allá de ellas, si las estiras y la contraes, y repetis el movimiento, como un ejercicio hecho a tu voluntad pero a la vez externo, impropio, guiado por una necesidad, empezas a ver la sangre que está en tu mano, pequeños puntos blancos y rojos que pueblan tu mano y se superponen a las lineas olvidadas pero presentes. Y esos puntos conducen, se ramifican por el brazo, y se deslizan a través de todo tu cuerpo.
Ahí, concentrándote en tu mano, aparece la percepción de que entraste desde afuera a tu cuerpo, estabas adentro, simpre lo estuviste aunque a veces fuera ajeno, pero ahora re-entraste desde tu mano. Una verruga que hay en tu dedo te saca del interior de tu cuerpo, quizás hubieras navegado por tus venas en un barquito, en una balza de madera como lo hiciste un día escuchando un relato en el que había ventanas y un camino y se oía un violín. Ese día anduviste en una canoa que te llevó por los interiores de cavernas oscuras, el navegar era plácido, estabas acostada y en paz. Y la marea te iba deslizando por las aguas en un clima oscuro y rojizo y atravesabas las cavernas.
Ese mismo día, en ese mismo momento, en ese mismo viaje, comprendiste que estamos hechos de materia y de energía y viste como se cruzaban fantasmas, como se cruzaban muertos y era lo que había quedado de todos ellos en el aire. Se cruzaban al lado de nosotros, al lado tuyo, a través tuyo. Cómo eso en la atmósfera también formaba un árbol, el que estaba al lado de donde estabas caminando, donde te cruzabas con todos esos otros. Y ese árbol tenía restos de nosotros y de la manzana que de allí cayera por el símbolo de entender algunas cosas, o por la importancia de la manzana. Fruta de la gravedad y del deseo. Esa manzana estaba formada por los que fueron y por el árbol y entra en tu organismo, y eso, nada se pierde entonces, todo se transforma. Ahí entendiste cosas, que parecieron estar allí desde hace mucho tiempo, llegaban como informaciones nuevas pero cargadas de vivencias pasadas. Un entendimiento más allá del entendimiento, en el medio de gente acostada en el piso compartiendo el relato y el violín.
Esto fue bastante tiempo después de enfrentarte con esa verruga, eso ya fue en una ciudad, pero creiste estar de viaje. Pero en el tiempo aquel del pasado, fijaste tu mirada en la verruga, que brotaba en el dedo de tu mano que crees era la derecha, pero no estás segura, podría ser cualquiera de las dos en todo caso. Pero el origen de la verruga parece darte la pista de que era la derecha, de hecho, si recordas que te salía de escribir, pero también de otras cosas un poco menos mecanicas que agarrar con tanta fuerza una lapicera, aunque quizás esas cuestiones se traducían en la forma que agarrabas la lapicera y por eso te salían. En realidad te salían en estados de nerviosismo, como en vez de sacar lágrimas o condensar lo que podria haber sido en una expresión de lo real, se condensaran en capas de piel o de una materia desconocida al lado de tu dedo. Allí también pensaste que en esa verruga se condensaban las enfermedades, quizás acordandote de esas lineas de tu vida, que unos días antes te leyeron, allí había también una forma de ver el mundo. Hasta tal punto pensaste en ello a la vez con la imposibilidad de pronunciarlo en palabras, te llevaste la mano a tu boca y con los dientes destruiste la verruga, desesperadamente, desaforadamente, como si en ello se fuera todo, como si ello resumiera, ese acto de destrucción, aquello que adosado a tu cuerpo, era el lastre que venias arrastrando y te querías sacar de encima. Pero para ello faltaría tiempo aún, o todavía falta. Las verrugas no te volvieron a salir.
Despues de un rato, pasaron minutos o años en el medio, además de una canción que escuchabas, dulce, sonando de un alma amiga, hermana, llego hasta tu mano, una birome. O un lapiz creo o sin embargo pudo haber sido un palito que estaba apoyado en la tierra, allí en la selva, al lado de rio, cubierto todo de árboles donde te encontrabas. Lo mismo daba casi saber qué era, sino sentir que eso era. Sentir que quizás a eso habías venido, a contar, a escribir, a ser testigo, a narrar. O simplemente a entender algunas cosas. Tuviste en un momento un ráfaga de estado de lucidez, ahora te acordas que además habías creado una especie de hogar en miniatura donde habia un niño, donde te supiste madre. Pero eso quizás fue antes de que te llegue la lapicera y la certeza de contar historias, o aunque sea una. Y mucho tiempo después supiste que empezaría dicendo que todo empezaba con una mano.
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