jueves, 11 de septiembre de 2008

exterior.desierto.noche.

Cansados subimos la duna, haciendo grandes esfuerzos, tuvimos que parar varias veces con la boca reseca, la oscuridad absoluta, el aire demasiado cálido. Los pies se hundían en la arena, los demás no estaban. Seguíamos subiendo, e iba apareciendo desde la lejanía una voz que armaba un diálogo de cercanía; nos gritábamos, y sabíamos de presencias mutuas, ignorando distancias y formas. El punto más alto parecía cercano pero al caminar se alejaba, una y otra vez. Costó llegar, en la cima el frescor del aire nos reconfortaba, y aparecían escenarios a la distancia, otros pueblos , fronteras, historias, palabras bereberes. Nos encontramos. Más palabras y silencios compartidos. Empieza a llover despacio en el desierto. Oscuridad, estrellas aún sin luna. Una ronda, el cuerpo de pronto se electrifica todo. La lluvia se detiene. Los dedos de la mano apuntan solos, sin saber por qué, dirigidos instintivamente hacia el cielo, y de pronto brillan. Los dedos emanaban luz, rayos, colores fluorescente. Luz que brota y se dispersa en ráfagas, luz que brota del cuerpo, luz de mi cuerpo. Y disparos de energía luminosa hacia el cielo. Luz que sale de los dedos como rayos. Y una risa que acompaña nerviosa el fluir de los movimientos, el descubrimiento de las manos varitas luminosas en la oscuridad del desierto. Y estrellas fugaces dejando su estela. Pura luz, reflejos, imágenes de otros tiempos. Pronto sale la luna como un reflector iluminándolo todo, permitiendo ver la inmensidad del escenario, la textura de la arena, vernos. Se queda la luna un rato con nosotros, y después, en lo profundo de la noche, se fue originando el día.

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